Hay que enfrentar una realidad: ¡mi madre tiene cáncer! Es la realidad de un dolor que embarga a nuestra familia. Dolor en toda su dimensión porque implica la sensación física que atormenta al cuerpo (el cuerpo frágil de mi madre ya doblegado por los años, nuestros cuerpos que se agitan buscando su bienestar), y dolor moral por cuanto trae la certeza de la muerte, la hace tangible, la pone entre nuestras manos.
Hace unos pocos años acompañamos a mi padre en un trance igualmente doloroso: un cáncer de esófago le robó la posibilidad de alimentarse normalmente durante su último año de vida. Fue una dura prueba para él y para toda la familia.
¿Qué sentido tiene esto? ¿Tiene el dolor el poder de destruirnos? ¿Es, simplemente, un catalizador que permite nuestra percepción de la limitación de la existencia? O, misteriosamente, ¿es el abrazo de Dios que se manifiesta para atraer nuestra mirada hacia su realidad, para despertar nuestro sentido de trascendencia?
“Si el grano de trigo no muere, la espiga no puede nacer”(Cf. Jn_12:24). Mientras se consume, su dolor es signo de conversión para quienes estamos a su sombra.
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