Educar a veces significa también «contrariar». Permitir o, peor aún, favorecer el crecimiento incondicional de los instintos negativos de la persona, no frenar sus caprichos, su agresividad destructiva y los vicios que la deshumanizan, no corregir los defectos y las pulsiones egoístas, significa renunciar a su educación. Hay que encontrar la manera adecuada para hacerlo, pero no hay que renunciar a la corrección. La verdad que no procede del amor no educa, exaspera. Sólo de un gran amor paterno y materno nace también la sabiduría de reprender en el momento adecuado y de la forma correcta. Corregir no es solamente decir «te has equivocado», sino explicar las razones («confutar», «convencer»), Esto nace de un amor inteligente que piensa y reflexiona antes de reprender, que no pierde de vista la meta que pretende alcanzar, que recurre a la discreción del diálogo de tú a tú antes de hacerlo públicamente.
EL DIACONADO EN LA HISTORIA La ausencia del diaconado estable en tan dilatado período de tiempo en la historia de la Iglesia, aportó un principio de contrariedad, ya que quienes fueron formados teológicamente en el marco de una eclesiología anterior al concilio Vaticano II, no pudieron contemplar dicho ministerio diaconal tal como posteriormente se ha configurado y es posible que ello induzca alguna dificultad al asignar, dentro de los esquemas pastorales, una misión específica al Diaconado Permanente. También esa distancia en el tiempo ha contribuido a que el pueblo cristiano no sepa o no conozca qué es un diácono; por lo se debe difundir y formar a la comunidad cristiana en el conocimiento del Diaconado Permanente, dando a conocer el testimonio eclesial de la presencia de estos ordenados, manteniendo equilibrada la impronta de su triple ministerio en la Palabra, la Liturgia y la Caridad. Pablo VI, decía: «en la Iglesia han habido tiempos en la que la gran virtud necesaria ha
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